Antonio Salgado Pérez
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UN ESMOQUIN CON ALPARGATAS DE ESPARTO
Madrid, 5 de noviembre de 1971. Pedro Carrasco vence por descalificación en el 12º asalto a Mando Ramos. Campeonato Mundial de los pesos ligeros, versión Consejo.
Español, sí, y con orgullo; pero nunca papanatas. Lo acabamos de ver por la pequeña pantalla y aún es difícil digerirlo, al igual que las acomodaticias manifestaciones de nuestros máximos dirigentes del boxeo español, que se mostraron tan satisfechos como altivos ante el bochornoso desenlace.. ¿La Ley del Talión sobre el ring ; eso de ojo por ojo y diente por diente, por aquello de los saqueos que nuestros púgiles han padecido fuera de nuestras fronteras?. Nos parece totalmente improcedentes ante las escenas presenciadas. Y no comulgamos, no podemos hacerlo bajo ningún concepto, cuando estamos buscando la pureza de un deporte ; la justicia de unas coyunturas y la imparcialidad en una lid.
Español, sí, y con orgullo, pero nunca papanatas. Nuestro bravo y gallardo Pedro Carrasco fue en esta ocasión , y vamos a decirlo de una vez-aunque sea con evidente desazón – un púgil degradado frente al extraordinario Mando Ramos, que nos vino a demostrar la abismal diferencia que existe entre lo que es un campeón mundial gestado y ensolerado en Norteamérica y un campeón consagrado en el Viejo Continente. Había poco que hacer. Ya, desde el toque inicial de gong, pudimos apreciar la innata y consolidada tranquilidad del joven californiano. Y para rubricar su desusado perfil anatómico ; para demostrar que allí había todo un campeón, a pesar de baches físicos y morales, de precisa-no contundente-izquierda al mentón, hizo caer de bruces al popular “Marinero de los guantes de oro”. Siempre se ha dicho que un buen golpe en el primer asalto hace estragos, en el quinto hace daño, pero en el décimo asalto no es nada. Pero por si aquel primer impacto pudiera interpretarse como un sonar la flauta por casualidad, Mando Ramos enviaría cuatro veces más al tapiz al español. No cabe duda que aquella primera caída ya desorientó, acomplejó y fulminó a Pedro Carrasco. Pero si no se hubiese producido-repetimos- hubiera sucedido lo mismo.. Hubiera ocurrido lo mismo porque el americano era un campeón de cuerpo entero. Un hombre de una izquierda excepcional ; que dominaba a la perfección la media distancia; que clavado en el ring, atornillados sus pies a la lona, ofrecía unas esquivas de antología; jamás se descompuso sobre el cuadrilátero; se mostraba imperturbable ante los golpes que, con cierta timidez, le enviaba su adversario, que a partir del noveno asalto, dándose cuenta de que allí poco podía hacer se entregó a una “tumba abierta” pugilística, a un suicida cambio de golpes, en busca desesperada de un golpe definitivo. Pero estaba luchando contra el poder ciego de la casualidad.
Pedro Carrasco dentro de su aturdimiento, pecó de ingenuidad en el undécimo asalto al intentar sacar provecho de su “bolo-punch”, golpe para emplear ante boxeadores de segunda fila pero tabú ante un privilegiado del cuadrilátero. Cuando llegaba a su rincón , cuando sonaba la aliviadora campana,. Pedro, más que ir a su vértice , se tiraba como catapultado a éste. Nunca le habíamos visto en tales condiciones porque nunca había tenido, hasta la fecha , un púgil del calibre del yanqui.
Y después de toda aquella exhibición ; después de aquellas cinco caídas; después de pedir por señas la toalla del abandono; después de la limpieza que pregonaban incluso los locutores de turno, refiriéndose a Mando Ramos; después de todo aquel alarde de combatividad, estilo, defensa y ataque, la absurda y denigrante descalificación, que proporcionaba a España un tercer campeón mundial, pero un campeón de cartón –piedra, confeccionado en la mente del árbitro nigeriano vayan ustedes a saber si por la sola razón de que había que castigar a un norteamericano…
¿Fue justa la descalificación? Con todo lo observado y expuesto , contestar a esta interrogante parece de Perogrullo. Es posible que Mando Ramos se mereciera una amonestación. Pero nada más. Mando Ramos, al finalizar el undécimo asalto, cazó de derecha al español que, para evitar su caída, se agarró al rival, lo abrazó, se colgó materialmente de él y el norteamericano , con brusquedad, sólo intentó zafarse del onubense porque sabía que era fruta extremadamente madura a la cual solo le hacía falta un soplo para recogerla en el suelo. ¿Por qué, entonces, aquella descalificación no en aquellos instantes sino cuando iba a iniciarse el próximo round? ¿Quién “aconsejó” en el minuto de descanso al árbitro nigeriano para que éste adoptase tan alarmante postura, que ha dejado un amargo sabor de boca a los que perseguimos ecuanimidad y justicia, a los que por fortuna no nos ciega ni la pasión ni el desenfrenado entusiasmo?
A Paulino Uzcudun, en Norteamérica, le tendieron las mayores zancadillas. A Sangchili, en el país del dólar, dicen que lo envenenaron cuando ponía en juego su título mundial. A nuestro paisano Barrera Corpas, en Génova, le noqueó el avieso impacto de una moneda y la pusilanimidad de un árbitro abocado a la jubilación. Todos aquellos actos los condenamos Y por eso ahora hacemos lo mismo con el veredicto emitido y presenciado a través de la pequeña pantalla. No seamos borreguiles. No sigamos a la manada. Muchas veces hemos pecado de quijotes cosa de la que paradójicamente nos hemos ufanado. ¿por qué ahora pavonearnos con unas plumas que desentonan con nuestra idiosincrasia?
Si así se crean campeones mundiales, el boxeo ya empieza a resquebrajar su pregonada nobleza. Si con estos incalificables episodios se erige una figura y se destrona a otra, que se quemen todos los reglamentos boxísticos vigentes hasta la fecha para dar paso a la desfachatez.
Tenemos un campeón mundial. Pero es como si nos obligaran a lucir un esmoquin con alpargatas de esparto.
Español, sí, y con orgullo, pero nunca papanatas.