Antonio Salgado
Después de la caída del Imperio Romano, el boxeo cayó en completo olvido en Europa hasta principios del siglo XVIII, en que reapareció en Inglaterra. Desde allí pasó a Estados Unidos, Australia y Francia para extenderse a todos los países.
El boxeo moderno se remonta oficialmente a 1719, en cuyo año hizo aparición en Londres James Figg, nacido en 1695, en el condado de Oxfordshire. Figg no era solo pugilista, sino que se distinguía también en el manejo del bastón y de la daga, artes que enseñaba a los aristócratas para que pudieran defenderse contra la gente maleante que en aquella época infestaba los caminos, de ahí la denominación de “deporte de la propia defensa” que se dio en un principio, entre otras, al boxeo.
Se boxeaba entonces con los puños desnudos y, como es fácil imaginar, la técnica estaba en pañales, pudiéndose afirmar que aun cuando Figg y sus seguidores le bautizaron con el nombre de “ciencia”, consistía en una serie de trucos que hoy incluso los principiantes considerarían inocentes.
Más adelante surgió Jack Broughton, que aportó la habilidad y la técnica. Fue el primero que dio reglas de boxeo, que fueron incorporadas al London Prize Rules, código “aprobado por los gentlemen y aceptado por los pugilistas”.
Broughton, considerado como el verdadero padre del pugilismo, también se le conoce como el inventor de los guantes de boxeo moderno, que no se usaron para combatir hasta mucho más tarde. En aquel entonces fueron tan solo utilizados para entrenamiento de los gentlemen a los cuales el maestro enseñaba los secretos del “noble arte”.
Desde los tiempos de Figg fue en constante aumento en Inglaterra la afición a los combates de boxeo, pues no solo se disputaban en los locales más variopintos sino en muchos otros que fueron abriéndose, no ya en el propio Londres, sino en todo el Reino Unido.
Cada pugilista tenía su corte de admiradores y partidarios, entre los que había siempre algunos “corintios” y otros protectores dispuestos generosamente a abrir su “bolsa”. Los “corintios”, o sea, los aristócratas, que formaban la sociedad elegante y distinguida de Inglaterra, fueron, sin duda, los que mayor ayuda prestaron al pugilismo. Los más acaudalados ponían algunas de sus fincas a disposición de sus favoritos para que las utilizaran como campo de entrenamiento.
Cuando había un gran combate en perspectiva se avisaba en secreto a los aficionados y se iniciaba inmediatamente el tráfico de apuestas. Más tarde se avisaba el día del encuentro y, solo en la víspera, el lugar de la reunión. La misma víspera por la noche salía de Londres una caravana formada por toda clase de vehículos y jinetes que llegaban a veces a embotellar las carreteras, pues la cifra de veinte mil personas desplazándose para presenciar un encuentro era lo más corriente.
Los espectadores formaban un grupo heterogéneo. Al lado del mencionado “corintio”, vestido con un frac que se abotonaba hasta el cuello, con una corbata que daba varias vueltas al cuello y con el sombrero de copa alta, se colocaba, por ejemplo, el comerciante o el simple obrero. No pocos espectadores asistían al combate puestos de pie en sus vehículos, cuyos vivos colores, al combinarse con los de la indumentaria de los espectadores, daban al paisaje un aspecto sorprendente, que contrastaba con el sitio elegido que, por lo general, solía ser un páramo solitario y sin vegetación.