Gustavo Vidal
@Riego357
Filadelfia es patria de quienes cubrieron sus manos de callosidades y su frente de sudor en la persecución de sueños esquivos. Sin otro capital que la fuerza invencible del tesón y el sacrificio, en la huida de tierras viciadas donde el futuro se reducía a un puchero medio vacío, una famélica familia y chamizos lóbregos.
Filadelfia fue oasis de promisión y oportunidades para quienes habían atravesado el desierto de las persecuciones y las penurias. Filadelfia es, por tanto, tierra de boxeadores.
Por ello, Filadelfia es la ciudad que vio nacer y, ¡ay! morir, a uno de los corazones más trepidantes que jamás haya saltado a la guerra de la lona, las cuerdas y los focos.
Una tarde, el gimnasio se llenó con el aura mítica de aquel púgil. Las referencias sobre un boxeador precedente de Brockton (Massachussets), ágil, preciso y monolítico, habían atraído su atención. Tras observarle un buen rato, se dirigió al él y colocando sus manos en los hombros del joven gladiador dijo: “Chico tienes tres cosas en tu contra: eres negro, eres zurdo y eres muy bueno”.
La leyenda se llamaba Joe Frazier, Smokin Joe Frazier; el joven y prometedor púgil, Marvin Nathaniel Hagler.
Con el tiempo, sería precisamente Filadelfia escenario principal de grandes noches estelares de Marvin Hagler.
La recompensa está en el esfuerzo
Si alguna vez alguien abre mi cráneo negro y calvo, solo encontrará una cosa: un guante de boxeo. Con esta frase definió Hagler el lugar del pugilato en su vida y así la transcribió Joyce Carol Oates en su breve, pero excelente, libro Del boxeo.
A diferencia del gaucho de hierro, jamás Hagler saltaría a las páginas de los periódicos, y menos aún al papel couché, por otra razón que la meramente deportiva. No drugs, no alcohol, no party… only training and fight, como un mandamiento del Éxodo y el Levítico grabado en el pedernal de su conciencia insobornable.
Nada me da miedo, salgo al cuadrilátero para demoler y derribar a mi rival… Y nadie podría dudarlo. Como la serpiente que abandona su vieja piel, Hagler debió dejar el miedo en alguna callejuela intestinada del barrio negro de Newark en New Jersey o, a más tardar, en Brockton, la ciudadela del guerrero Rocky Marciano. Transmutado en una piel nueva, el Maravilloso jamás reflejaría ni el más simple tic de temor sobre un ring. Imbuido en la estirpe de los viejos púgiles de Filadelfia, con el halo fantasmal de tantos gladiadores que un día galoparon sobre los cuadriláteros de aquellas tierras, hizo bueno el sentir de Smokin Joe: “Nada le gusta tanto a Joe como poner su corazón delante de otro púgil y enfrentar su corazón al del rival» (El más grande, biografía de Muhammad Alí).Pero quizá la frase más definitoria de Marvin Maravilloso Hagler sea: «La recompensa está en el esfuerzo. El arrojo, el ardor, la voluntad, el sacrificio… ¡ahí radica la verdadera recompensa! El triunfo, los títulos, la gloria no son más que el resultado de la verdadera recompensa, esto es, la sensación del esfuerzo redentor en cada poro de la piel.»
Similitudes en el ring, disparidad en la vida privada
Como púgiles, Hagler y Monzón exhiben similitudes pero su vida privada no pudo resultar más dispar.
El entorno del argentino no daba crédito ante su forma física, toda vez que fumaba, bebía y alternaba hasta altas horas nocturnas. Verle pasar veloz a bordo de coches de lujo y acompañado de una mujer (por lo general, no precisamente su esposa) formaba parte del paisaje porteño. De hecho, se sospecha que muchas peleas las disputó muy por debajo de su potencial y con un entreno de poco más de un mes previo al combate. No es de extrañar, pues, que su nombre apareciera con más frecuencia en las revistas del corazón que en las deportivas.
Por su parte y como ya apuntamos, Hagler no pudo resultar más opuesto. Nadie podría encontrarle en la noche de la ciudad. De sistemática espartana, incluso sin un combate a la vista salía a correr de madrugada, algo que no le pesaba, pues raro era un día que a las diez de la noche no estuviera acostado.
Aunque sorprenda, Marvelous jamás perdió la forma durante su carrera. Nunca. Y con vistas a un combate se recluía y daba otra vuelta de tuerca a su milimétrica y disciplinada preparación… estoico, monje, ermitaño, cualquier apelativo que gire sobre la virtud del sacrificio y la fe en sí mismo encontrará en Hagler un justo destinatario. El escritor Sergio Guadalupe lo describe perfectamente:
“Inmerso en la preparación, focalizaba su mente en un solo objetivo, acudir al compromiso con un estado físico deslumbrante. Él mismo denominaba este proceso con el draconiano apelativo jail (prisión), encerrándose en lugares rurales y solitarios, lejos de su familia, aislado de sus amigos, llegando a correr con botas militares reglamentarias” (Historias del cuadrilátero, p. 103, T&B Editores, 2011).
Los rivales de Marvin Hagler
Conviene detenerse, si acaso brevemente, en algunos contrincantes de máxima calidad, la mayoría campeones del mundo consagrados, así como un poderoso rival compartido con Carlos Monzón: Bennie Briscoe.
El 30 de noviembre de 1979 Hagler desplegó una nítida superioridad frente al entonces campeón del mundo, Vito Antoufermo. Un robo histórico impidió al norteamericano ceñir aquella noche en sus sienes la corona de campeón del mundo. Pero Antoufermo perdería su cinturón frente al británico Alan Minter y el charolado gladiador de Filadelfia no dudó: “Iremos a Londres y allí me proclamaré campeón”.
Así, el 27 de septiembre de 1980 Hagler vapuleó a Minter obligando al árbitro a parar la pelea para salvar la vida del inglés.
Tras esto, Marvelous se las vería con auténticas leyendas, a saber, Roberto «Manos de piedra» Durán, Thomas «Hitman» Hearns, John «La bestia» Mugabi o Sugar Ray Leonard, entre otros.
Roberto Durán había destacado como un horripilante pegador que limpió de rivales la categoría de los ligeros y wélter. Cuando se enfrentó a Hagler seguía siendo un púgil estimable, duro como el pedernal y con un arrojo y agresividad sin parangón… ¡No olvidemos que se coronó rey de los ligeros, wélter, superwélter y medios. Estas dos últimas coronas en 1984 y 1989, después de su choque con Hagler! (Y tampoco desdeñemos el robo sufrido ante Vinny Pazienza el 25-6-1994 por el título mundial de los supemedios). No obstante, aquel tsunami panameño rocoso y pegador fue batido claramente a los puntos por el divino calvo Hagler.
Por ello, cuando los promotores firmaron la pelea entre Thomas Hearns y Marvin Hagler no dudaron en promocionarla como “The Fight”.
El gladiador de Brockton parecía invencible, pero Hearns se perfilaba como el boxeador de la década. Había pulverizado a los rivales de las categorías inferiores y ahora encaraba la división reina con la aureola de aspirar a convertirse en el mejor púgil de todos los tiempos. Algo que habría logrado si, ¡ay! su barbilla hubiera sido resistente pero, como bien señaló una vez el inolvidable Jack Dempsey: “En el boxeo nadie lo tiene todo”.
Aquella pelea, concentrada en la esencia de tres asaltos, ha entrado sin atenuantes en el museo histórico del noble arte o, en palabras del escritor Sergio Guadalupe, “Los tres asaltos de la pelea son considerados patrimonio universal del boxeo” (Op. Cit, p. 104).
A lo anterior debemos añadir que el primer asalto de aquella corta pelea (más bien deberíamos denominarla guerra) está considerado el más excitante de toda la historia del boxeo, división a división, libra a libra. Ningún amante del noble arte debe perdérsela, desde luego.
Tras aquellos tres minutos trepidantes, Hagler regresó a su esquina con un corte en la frente. La sangre manaba pródiga e irrefrenable por lo que el árbitro advirtió su obligación: “Si la herida no se cierra, tendré que detener la pelea”.
Los siguientes compases, sin duda, engrosarán la mitología del pugilato. Durante tres minutos, ambos luchadores continuaron enzarzados en un ciclón aniquilador, en un huracán de golpes salvajes a la par que armónicos y precisos…Y pocas imágenes de K.O. espeluznarán tanto como la de Hitman Hearns aplastado en lona.
Sí, porque Hearns no yacía simplemente tumbado, sino engullido, como si aquella tela áspera se hubiera convertido en un cuadrado de arenas movedizas y quisiera succionarle, devorarle en ofrenda a los dioses taumatúrgicos que parecen aletear ávidos sobre los rings las noches de grandes veladas.
Sí, Hitman, laminado por lo más parecido a una furia bíblica, se entregaba impotente al deglutir de la lona resinada. Pocas veces en la vida pueden disfrutarse batallas como aquella pero, ¡demonios!, cuando estallan uno siente que ha contemplado historia viva y palpitante del boxeo.
John Mugabi pertenecía a esa estirpe generosa de púgiles estrella que ven su fulgor eclipsado por una supernova. Medalla de plata en las olimpiadas de Moscú y con un record de veinticinco victorias que se contaban con veinticinco fueras de combate, había ganado con honores el apelativo “La Bestia”.
Ni Hagler, ni Monzón, ni Ray Sugar Robinson alcanzaron el calibre destructor de Mugabi, que firmaría su retirada con 42 victorias, 39 por la vía del cloroformo. Y probablemente ningún peso medio anterior o posterior igualaría la pegada de este ugandés de acero.
Aquella velada, Hagler quebró a su rival en el undécimo round. Pero si examinamos los terribles golpes encajados por el divino calvo y el esfuerzo mitológico derrochado, no dudaremos: aquella pelea pasó factura. De hecho Hagler encajaría algunos trallazos tan secos, duros y precisos que su expresión clamaba a gritos: “¡Dios mío! ¿Cómo puede alguien golpear así?”. No en vano, esa misma noche anunciaría su retirada. Pero entonces el destino le lanzó un guiño traicionero…
Durante años, Hagler anheló encerrarse en el ring con Ray Sugar Leonard. Niño mimado de los medios y los promotores, había recibido suculentas bolsas y atenciones por combates menos fragorosos y meritorios que los de Hagler. A éste le escocía el trato desigual. Vaya, podría espetarse que Marvelous “tenía muchas ganas a ese niñato”.
Por su parte, Leonard dejó transcurrir el momento de esplendor de Hagler y entonces, solo entonces, urdió la pelea. Varios millones de dólares subyugaron cualquier renuencia y hasta permitieron imponer unas condiciones perjudiciales para el de Filadelfia: el cuadrilátero será más amplio de lo habitual y el combate se pactará a doce asaltos y no a quince. Huelga explicar que aquellas estipulaciones perjudicaban notablemente a Marvin Hagler.
Han transcurrido treinta años y aún queman los rescoldos de la polémica victoria de Leonard. Aunque probablemente, aquella no fue la mejor noche de Hagler quien se desgañitó gritando a su contendiente: Show down, little bich, fight like a man (Para de una vez, putita, y pelea como los hombres).
Aquel veredicto agrió la existencia de Hagler hasta el punto de inferir en su vida privada y detonar su divorcio. Rabioso, trastornado por un fallo que calificaba de latrocinio, exigió el desquite. Pero Leonard se cuidó mucho de volver a encerrarse con Marvelous, púgil que, a similitud de Joe Louis, machacaba a sus rivales en el segundo enfrentamiento. Las evasivas y perífrasis del púgil de Carolina del Norte, empujaron a Hagler al abandono definitivo del boxeo.
Muy hábilmente, Leonard esperaría tres largos años para ofrecer, ¡ahora sí!, la revancha a un Hagler retirado, avejentado y fuera de forma. Aunque las ganancias eran deslumbrantes, el guiño casquivano y subliminal de los Jack Dempsey, Joe Louis o Muhammad Alí, sin duda previnieron al Maravilloso sobre un ominoso retorno. “Nunca se vuelve”, suspiraba Archie Moore. ”Me ha alcanzado el tiempo”, musitaba un encanecido Alí en el abismo de su ocaso frente a Trevor Berbick.
Paradójicamente, años después, Leonard embarraría su aureola de gloria en retornos imposibles y aciagos… pero esa es otra historia Hoy, nos quedamos con la grandeza de Marvin Hagler, para muchos el mejor peso medio de todos los tiempos.