Gustavo Vidal
Rugía con la rabia de los arrabales a través de mazazos devastadores embutidos en las onzas de cuero y borra de sus guantes. Cortaba con la lanza de su jab, machacaba con el mangual de su directo de derecha y perforaba con ganchos al cuerpo… Carlos Monzón, Carlos “Escopeta” Monzón, un chasquido de fuerza ávida.
Frente a él, la expresión de Nino Benvenutti, José “Mantequilla” Nápoles, Emile Griffith o Tony Licata era lo más semejante al conductor que acaba de perder el control de su vehículo y aún no sabe cómo.
No debe extrañarnos. Flaco, desprovisto de una musculatura intimidante y desplegando un estilo en apariencia simple, cualquier rival que viese boxear a Monzón se embriagaba en la impresión engañosa de poder derrotarle… pero, encerrarse con él entre las doce cuerdas se convertía en lo más parecido a perseguir hasta dentro de la cueva las huellas de un supuesto alce para encontrar, en la oscuridad de la covacha, la mirada encendida de un lobo hambriento.
Los números de Carlos Monzón
El palmarés de Monzón impresiona. Cien combates, 87 victorias (59 por KO y 20 por decisión, 10 nulos y tan solo 3 derrotas).
Enaltece su carrera señalar que las derrotas y los nulos acaecieron al inicio de su andadura, cuando el púgil de Santa Fe anteponía la asfixiante premura económica al oropel de un récord impoluto…
De este modo, en tan solo dos años libraría más de veinte peleas, en concreto veinticuatro. Persiguiendo unas bolsas que saciaran el hambre atrasada, que permitieran comprar ropa de la que no avergonzarse, que posibilitaran sentir en sus bolsillos el contacto cálido y sudoroso de unas monedas ganadas con el sudor frío del vestuario y el angustiosamente sanguinolento del ring. Y en aquellos tiempos oscuros, en la alborada de los años sesenta, Carlitos habría de pisar la lona en pabellones de húmedos vestuarios, entre el espeso humo de cientos de cigarros, frente a aficiones hostiles y púgiles batalladores. No era todavía el coloso que, al poco, acabaría impresionando al mundo.
Antonio Aguilar, excelente primera serie, le derrotaría a los puntos una lejana noche de agosto de 1963 en el Luna Park, sagrado recinto del boxeo argentino donde, años más tarde, Monzón sentiría el cosquilleante clamor de sus noches estelares. Alberto Massi y el brasileño Felipe Cambeiro conseguirían también doblegar a Monzón. Este último en el Auditórium de Río de Janeiro. A los puntos. Tras aquellos tropiezos iniciales, jamás ningún púgil pudo noquearlo, vengó sus tres derrotas en rotundas revanchas y, por supuesto, nadie volvió a derrotarlo. Algo lógico, Carlos golpeaba desde la atalaya de su 1,81 de estatura y el alcance de 1,93. Los golpes rivales colisionaban con la fortaleza de sus brazos, tan enjutos como graníticos. Apenas esquivaba, pero resultaba muy difícil alcanzarlo.
Tras bloquear solía contragolpear con perforadores ganchos de derecha al bazo o estómago, hooks de izquierda que gripaban el fuelle del rival, que sacaban el aire entre muecas de dolor, o aturdían mediante directos de derecha demoledores.
Rivales de Monzón, garantía de calidad
La historia del boxeo se tachona de carreras prefabricadas, rivales seleccionados (cuando no “aleccionados”) y pegadores o estilistas rehuidos por el campeón en candelero. No fue esta, desde luego, la estela que Monzón ha dejado. José Mantequilla Nápoles, Emile Griffith, Nino Benvenutti, Bennie Briscoe, Jean Claude Bouttier, Rodrigo Valdez… estrellas del noble arte, campeones del mundo en diversas divisiones, sombras ágiles y de golpe certero que acompañaban su calidad con un récord no pocas veces fabuloso.
Mantequilla Nápoles, el púgil de cimbreante cintura y depurada técnica huido de la tiranía castrista, enfilaba ya la cuesta abajo cuando cruzó los guantes con el gaucho de hierro. Pero aún podía emitir destellos deslumbradores de una calidad narcotizante. Todo lo anterior, empero, resultaría insuficiente para soportar la paliza infligida por el argentino.
Tras siete asaltos de suplicio, el gladiador del Caribe no pudo levantarse al gong del octavo asalto. Idéntica suerte correría Griffith, legendario púgil de las Islas Vírgenes, doble campeón mundial del peso wélter y medio… En realidad, los rivales de Monzón se estaban enfrentando a un peso semipesado travestido en peso medio y que administraba con sangre de hielo un furor irresistible.
Sin duda, la insufrible tortura para dar el peso la mañana previa al combate incrementaba su ya de por sí explosiva ira. Pero esa rabia no explotaba en ramalazos deslavazados, sino en una gélida contención de killer. Monzón, sobre el ring, era lo más parecido al niño que arranca lentamente las patas y alas de un insecto, impasible ante la convulsión y aleteo de su víctima. Escopeta era la tarántula que clava el aguijón, enreda y castiga a su mártir con unas extremidades implacables y sincronizadas. Era el cepo de pinchos para quienes, ¡ingenuos!, creían superar aquel estilo simple en apariencia pero letal en la realidad.
El organismo de Monzón había interiorizado el hambre dentro de sus biorritmos lo que aceleraba su recuperación. No cabe explicar de otro modo el resurgir desde el derrumbe de la mañana del pesaje a la recuperación ciclópea, vertiginosa, que le permitía lucir pletórico pocas horas después. Desde las horas matinales del pesaje hasta la noche estallada de luces, resina y ensogado, el organismo de Monzón asimilaba carbohidratos, vitaminas y líquidos para alcanzar la plenitud. Algo normal entre quienes han esquivado la inanición y han grabado en su organismo la asimilación y recuperación rápida como modo de subsistir. A los bebés de Esparta arrojados desde el monte Taigeto debía sucederles algo parecido.
La noche del combate, eludido el fielato implacable de la báscula, Carlos Monzón era ya un semipesado, muy superior a cualquier peso medio… ¿incluso superior a un Marvin «Maravilloso» Hagler en su mejor momento?, bien, esta pregunta, si me lo permiten, la trataremos en otra ocasión… De momento, disfrutemos de las peleas de «Escopeta», «el Gaucho de hierro», un boxeador sencillamente inolvidable.