
Julio César Garcés
Si hablamos de leyendas del boxeo, es imposible no pensar en Roberto Durán. Pero, Durán no fue solo un gran boxeador: fue un símbolo. Un guerrero hecho a golpes – no solo dentro del ring, sino también fuera de él – que salió desde lo más profundo de los barrios humildes de Panamá para convertirse en uno de los peleadores más temidos, admirados y respetados de la historia. Apodado con atinada justicia «Manos de Piedra», su pegada era brutal, pero su historia lo es aún más. No se trata solo de récords o cinturones, sino de la pasión con la que vivió cada segundo de su carrera. Y eso lo convirtió en leyenda.
Un chico del barrio con hambre de gloria
Durán nació un 16 de junio de 1951 en El Chorrillo, uno de esos barrios donde la vida no es fácil y donde todo se aprende a pulso. Desde pequeño, se las arreglaba para sobrevivir en un ambiente donde los recursos y las oportunidades escaseaban, pero nunca le faltó el coraje suficiente para hacer la diferencia.
A los 16 años, cuando muchos chicos están aún en el colegio, él ya estaba sobre un ring profesional, peleando con el alma. Era flaco, rápido, y tenía un fuego interior que se notaba a kilómetros. Ese fuego lo llevó en 1972 a destronar al campeón Ken Buchanan en el mismísimo Madison Square Garden de Nueva York, coronándose como campeón mundial del peso ligero, huella que dio paso a muchos triunfos que estaban por venir.
La manera en la que dominó esa categoría fue tan determinante que pocos dudan: Durán es, probablemente, el mejor peso ligero que ha existido. Pero, su deseo de superación le impulsaba a ir más allá.
El día que venció a una estrella… y el otro en que bajó la cabeza
En 1980, ya peleando en una nueva categoría, llegó su momento más mediático: la guerra contra Sugar Ray Leonard. Leonard era carismático, elegante, el niño bonito del boxeo estadounidense. Durán era su opuesto: crudo, directo, sin adornos. En Montreal, lo superó con fuerza y corazón, y le quitó el título mundial wélter en una pelea que hasta hoy se recuerda como una de las más intensas de todos los tiempos.
Pero la revancha, apenas cinco meses después, fue todo lo contrario. En el octavo asalto, Durán bajó los guantes y pronunció aquellas dos palabras que lo perseguirían por años: “No más”. ¿Por qué lo hizo? Al día de hoy, ni él parece saberlo con certeza. Algunos dicen que fue frustración, otros, un mal día. Lo cierto es que la leyenda quedó tocada… pero no caída, pues, por su personalidad, si había derrota, no podía quedarse allí.

Cuando muchos lo daban por acabado, volvió a callar bocas
Después del episodio del «No más», muchos pensaban que Durán se desvanecería en el olvido. Pero los grandes no se rinden, y él menos que nadie.
En 1983, sorprendió al mundo venciendo a Davey Moore y ganando el título mundial superwélter. El estadio detonó, y él, con su eterna sonrisa y su bandera panameña al hombro, volvió a reinar. Pero, todavía había más. En 1989, a los 37 años – una edad en la que muchos boxeadores ya están retirados – derrotó al durísimo Iran Barkley y se coronó campeón del mundo del peso medio WBC.
Con ese triunfo, Durán se convirtió en uno de los pocos en ganar títulos mundiales en cuatro divisiones distintas (ligero, wélter, superwélter y medio): Un logro reservado únicamente para los verdaderamente grandes.
Un guerrero que nunca colgó los guantes del alma
Durán peleó hasta los 50 años y, aunque sus reflejos ya no eran los de antes, seguía entrando al ring con el mismo fuego que cuando era un adolescente. Terminó su carrera con 103 victorias (70 por nocaut), con solo 16 derrotas. Un récord impresionante, pero que no alcanza a medir el tamaño real de su leyenda.
En 2007, ingresó al Salón de la Fama del Boxeo Internacional, pero más allá de trofeos o reconocimientos, lo que mantiene viva su figura es lo que representa: esfuerzo, lucha, humildad… y corazón.
El legado que no se puede medir en títulos
Roberto Durán no solo marcó una era, también marcó una identidad. Para Panamá, es un héroe nacional. Para América Latina, un referente. Para el mundo del boxeo, un monstruo sagrado.
En 2016, su historia llegó al cine con la película Hands of Stone, donde Edgar Ramírez dio vida al campeón, acompañado por Robert De Niro como su entrenador, Ray Arcel. Fue una manera de presentar a nuevas generaciones a este ídolo que nunca necesitó artificios para brillar.
Al día de hoy, Durán sigue siendo una figura entrañable. Aparece en eventos, da entrevistas, ríe, bromea… y cada tanto deja escapar alguna de esas frases que solo él puede decir con ese acento panameño y esa mirada de tipo que lo ha vivido todo.

Más allá del ring: lo que nos deja «Manos de Piedra»
Hay boxeadores que ganan títulos, y hay boxeadores que ganan respeto. Durán lo ganó todo.
Nos enseñó que no importa de dónde vengas, ni cuántas veces tropieces. Lo que importa es pelear – siempre pelear – luchar con el alma.
Porque más allá de sus puños, lo que verdaderamente hizo grande a Roberto Durán fue su corazón. Un corazón de piedra, sí… pero, también de fuego. Una leyenda que no se escribe con estadísticas, sino con emoción.
Y mientras existan chicos que sueñen con salir del barrio a base de esfuerzo y golpes bien dados, el nombre de Roberto «Manos de Piedra» Durán seguirá retumbando como un eco eterno en los rincones más nobles del boxeo.